Escrito por Sandra Cárcamo, Ingeniera y Mamá.
Cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas declaró el 11 de febrero como Día Internacional de las Mujeres y Niñas en la Ciencia, lo hizo teniendo como objetivo “apoyar a las mujeres científicas y promover el acceso de las mujeres y las niñas a la educación, la capacitación y la investigación en los ámbitos de la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas” (https://www.un.org/es/observances/women-and-girls-in-science-day). Cuando pensamos en mujeres científicas, tal vez por nuestros prejuicios y paradigmas (o al menos así lo imaginaba yo cuando era niña), solemos visualizar a mujeres del pasado, que fueron pioneras en sus tiempos, y que dejaron grandes aportes a la investigación científica, y a la humanidad, como la insigne Marie Curie (1867- 1934), a quien en 1903 le concedieron el Premio Nobel de Física por el descubrimiento de los elementos radiactivos y en 1911 la otorgaron un segundo Nobel, el de Química, por sus investigaciones sobre el radio y sus compuestos (https://www.conicyt.cl/mujeres-en-ciencia-y-tecnologia). O en mi heroína personal, Ada Lovelace (1815-1852), matemática reconocida como primera programadora de la historia; o la singular Hedwig Eva Maria Kiesler, conocida como Hedy Lamarr (1914-2000), quien fue una actriz de cine e inventora austriaca, autora de la primera versión de la técnica del espectro ensanchado, una tecnología que permite las comunicaciones inalámbricas de larga distancia, preámbulo a nuestro tan valorado Wifi de la actualidad. (https://mujeresconciencia.com).
Podría enumerarles muchas científicas insignes más, pero les dejo a ustedes, con su avidez investigativa, descubrir muchas de estas historias inspiradoras en el metauniverso. Yo más bien les quiero hablar de científicas del aquí y ahora, anónimas y contemporáneas, historias de mujeres que en su niñez, me atrevería a asegurar, jamás imaginaron que podrían llegar a estar desarrollando sus capacidades y talentos como lo están haciendo ahora. Les puedo hablar de mi joven amiga Rocío, quien acaba de finalizar el Doctorado en Ciencias Biomédicas; o de mi querida amiga Carla, Ingeniera Informática, a cargo de un área dura de TI en una empresa de telecomunicaciones; o de mi hija en ley, Patita, Médica Jefe de Laboratorio Clínico de un renombrado hospital; o de mi otra hija “adoptiva en cariño”, Catita, enfermera UTI Covid en un hospital de Salud Pública; o de mi ahijada Marlen; primera Ingeniera Mecánica que conozco (una carrera que históricamente ha sido poblada de hombres). Les puedo hablar de ellas con mucha autoridad, las conozco, son parte de mi vida. Puedo contarles de sus logros, de sus aciertos, de lo cuesta arriba que les resultó llegar dónde están ahora. Pero no lo voy a hacer. De seguro si alguna de mis lectoras decide saltar a la gran aventura que es tomar el camino de la ciencia, podrá y tendrá que vivir en carne propia, muchos de los desafíos, cansancio, y frustración que probablemente les tocará sortear. La idea de hablarles de ellas, de Rocío, Catalina o Patricia, es contarles lo que ellas tienen en común, ilustrado tan sabiamente por Albert Einstein en su famosa frase “Hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica: la voluntad”, Contarles que siendo jóvenes estudiantes, ellas atesoraron esta fuerza, la voluntad, y yo agregaría, la perseverancia, para recorrer y seguir recorriendo, el sinuoso camino de las Ciencias.
Sí, porque este camino es muy sinuoso, pero es muy bello y excitante, y muy pero muy enriquecedor. Conocer, investigar, descubrir, entender cómo funciona nuestro mundo y sus sistemas, es, a mi juicio, una experiencia arrolladora y fascinante. Y ese camino puede ser recorrido por jóvenes estudiantes como ustedes (al igual que las jóvenes que describí), sin más elementos que sus propias capacidades, que quieran hacerlo y que tengan la voluntad, porque hoy, afortunadamente, vivimos en tiempos en que cada vez hay más oportunidades para convertirse en una Mujer en las Ciencias.